Este sábado, cuando me disponía a salir a tomar
el sol en mi patio, sonó el timbre del teléfono. Rogué para que no fuera a ser algún problema,
esperaba que no hubiera nadie al otro lado del auricular, pero no fue así. Un aviso: llegarían los dos cachorros a la
casa, se quedarían dormir con nosotras.
Cuando escuché esto, corrí y me escondí
debajo de la cama, ahí hice ejercicios de respiración para relajarme y asimilar
la noticia. Es que ese par de pilluelos
son encimosos, como si yo fuera un animal extraño, como si nunca en su vida
hubieran tenido contacto con otros perros; y yo ya estoy viejita, tengo más de
diez años y mi cabeza está cubierta de canas… ya no tengo la paciencia de
antes.
Pues bien, los dos llegaron a la casa, estuvieron
jugando con mis mamis, después se fueron
en el coche y ahí aproveché para salir a caminar un rato por el patio. Después, cuando regresaron, corrí a mi
escondite, escuché sus vocecillas dulces que me hablaban:
--Valen, ven. Mira, toma—decían los dos pequeños.
Yo seguí atenta, parando mis orejas y
reprimiendo el deseo de bajar y ver qué me habían traído de la calle. “Serán algunos dulces? Me habrán traído una bebida refrescante? Me ofrecerán unas ricas botanitas?”, me
preguntaba una otra vez, mientras la
ansiedad por saber qué era lo que me invitaban me agobiaba. Así estuve un buen rato, hasta que el cansancio
y la inmovilidad me hicieron dormir.
Ahora ya es tarde, de hecho, ya es domingo
y voy saliendo de mi escondite, con el estómago vacío pero ya no hay
ruidos. Creo que ahora sí estaré tranquila y comeré lo que me hayan
traído. Después, iré a dormir a los pies
de uno de ellos, al que conozco de más tiempo y que ahora está dormido.
AUDIO