Desde hace un par de horas escuché unos llantos, suplicantes y roncos, afuera de la casa. No supe de donde provenían pues su tono y potencia es cada vez más leve, sentí como que se iba alejando…
De repente, sonó el timbre y era mi proveedora, la señora gentil que viene a la casa cada mes para dejarme mi comida. Me dio gusto verla, en verdad es un ángel, ella es que trae las ricas botanas que puedo engullir siempre que se me antoja. Cuando mi mamá abrió la puerta, eché un vistazo rápido para ver si podía localizar el lugar donde salían los gritos o, mejor dicho, los alaridos desgarrados y graves, pero nada.
Estuvo un rato, la mujer de cabello largo, tomó un café, charló con i mamá mientras me acariciaba y hacía arrumacos a Greta. Yo estaba feliz, hasta me había olvidado del sufrimiento ajeno, pero de nuevo, una y otra vez, el grito del perro.
Qué le pasará? Tendrá algún dolor? Sentirá calor? Estará hambriento? Lo habrán lastimado? Se torcería una pata? Le habrá entrado una piedrita a un ojo? Le dolerá el estómago? Esas y muchas, muchísimas preguntas más vinieron a mi cabeza que, como es pequeñita, sentí que me iba a estallar, me inquieté, salí a preguntarle qué era lo que tenía y comencé a aullar, Pero no hubo respuesta, solamente el sonido cada vez más espaciado, fatigado pero con mayor súplica.
Cómo me hubiera gustado ser como Dulce Poli o mejor, Súper Can, rescatarlo de su dolor.
La mujer generosa se despidió, se dirigió a la puerta y entonces, mi mamá detectó de dónde venía el ruido canino: de una casa vecina. Ella nos dijo: Miren ese pobre perro, quizás tenga hambre o quiera entrar en la casa, pero no lo dejan. Por qué hay personas que tienen animalitos y no los cuidan? Con el pretexto de educarlos, los hacen sufrir.